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Las mentes más claras de la historia han ido tejiendo poco a poco la intrincada tela de araña del conocimiento científico. En cada programa del podcast Ciencia y Genios les ofreceremos la biografía de un gran sabio escrita por varios autores.

La Tierra quebrada de Alfred Wegener

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En 1854, durante una conferencia, Louis Pasteur dijo “En el campo de la observación, la suerte favorece sólo a las mentes más preparadas”. Por aquel entonces Alfred Wegener aún no había nacido, eso sucedería el 1 de noviembre de 1880, pero bien podría decirse que aquellas palabras le venían como anillo al dedo.

Wegener comenzó su carrera científica estudiando física y matemáticas y realizó su doctorado en astronomía. La tesis le sirvió para mirar a los cielos, observar los planetas y aprender a utilizar los datos astronómicos, todo ello pensando en la Tierra. Esta forma de trabajo la heredó de sus profesores de tesis, quienes habían logrado medir, utilizando medidas astronómicas, las pequeñas oscilaciones del eje terrestre. Terminado el doctorado, Wegener comenzó a estudiar meteorología y trabajó en el Observatorio Aeronautico de Lindenberg. Allí aprendió a manejar cometas y globos meteorológicos diseñados para medir la estructura de la atmósfera a altitudes superiores a los cinco kilómetros y le permitió dar rienda suelta a su afán de aventuras, llegó, incluso, a establecer un récord al permanecer 52 horas seguidas en el aire gracias a un globo aerostático. Todos estos estudios, combinados con su pasión por la geología y geoquímica sembraron las bases para gozar de la “suerte de las mentes preparadas”, como decía Pasteur.

Como meteorólogo, Wegener se unió en 1906 a una expedición a Groenlandia con el objetivo de estudiar la circulación de los gélidos aires circumpolares. Aquella expedición fue el inicio de una relación con el subcontinente helado que duraría toda su vida y, también, marcaría su trágico final.

La suerte que lo llevó al descubrimiento de la deriva continental llegó durante las navidades de 1910. Un colega del Instituto de Física de Marburg le invitó a echar un vistazo a la nueva edición del ”Allgemaine landatlas”. Se trataba de uno de los primeros atlas alemanes que ofrecían, con datos de batimetría, una imagen real de los márgenes de África y Sudamérica. Lo más interesante es que aquellos mapas mostraban una imagen inédita de lo que sucedía, no sólo en la costa, sino bajo las aguas de los océanos. Wegener observó que, en todas las costas, la tierra se adentraba suavemente en el agua hasta que, llegado a un punto, la superficie se precipitaba bruscamente hacia el abismo. Su mayor descubrimiento fue que los límites de los continentes no dependen del capricho de las aguas costeras sino de alguna, y desconocida, propiedad que afecta al planeta entero.

Wegener había notado ya el parecido entre las costas de África y América del Sur que parecían encajar como las piezas de un rompecabezas, pero ahora, en los nuevos límites que acababa de descubrir bajo las aguas costeras, las piezas encajaban mejor, si cabe. A su mente acudieron los conocimientos acumulados durante años de estudio sobre la disposición de las distintas capas de la atmósfera y las observaciones de los ínfimos movimientos de las masas glaciares de Groenlandia. Inmediatamente, estableció la hipótesis de que las superficies continentales pertenecían a una capa de tierra y el fondo oceánico a otra capa distinta. Era como dividir la corteza terrestre en distintos niveles que tiene vida propia como sucede en las capas altas de la atmósfera.

Para dar sentido a su hipótesis, Wegener comenzó a recabar información procedente de distintos campos de la ciencia: geología, geofísica, paleontología y oceanografía. Encontró que, a un lado y otro del Atlántico, existen estratos de similares características, hay estructuras que se repiten y fósiles de especies que vivieron al mismo tiempo en ambos lugares, situados, ahora, a miles de kilómetros de distancia. Aquellas similitudes eran algo más que parecidos al azar y ya se habían propuesto algunas hipótesis singulares, por no decir curiosas, para explicarlas. Una de ellas proponía la existencia de un estrecho puente de tierra emergida que permitió el intercambio de especies de plantas y animales, ahora fósiles, a ambos lados del Atlántico. Sin embargo, es difícil aceptar que una formación tan extraordinaria, capaz de surcar los 5.000 kilómetros de océano, desapareciera sin dejar huella. Por si esta dificultad fuera poca, también las costas de Europa y Norteamérica comparten su propia colección de criaturas fósiles y lo mismo sucede entre Madagascar y la India, puestos a tender puentes, la Tierra habría parecido una red de autopistas.

La teoría de la existencia de puentes de tierra surcando los océanos como inmensas autopistas naturales no convencía a muchos, pero lo que Wegener proponía era más increíble todavía. El científico alemán defendía que los continentes enteros, con su mole inmensa de valles, montañas, mesetas, ríos, cargados de vida, se mueven como lentas y frágiles balsas empujadas por fuerzas invisibles.

A pesar de lo descabellada que parecía en un primer momento, la propuesta tenía sus ventajas. Además de explicar las similitudes entre las costas de lugares tan distantes, ofrecía una solución para otro de los enigmas de la geología: la formación de las montañas.

A principios del siglo XX en los círculos científicos se aceptaba como buena la “Teoría de la contracción”. Básicamente se apoyaba en la idea de que nuestro planeta fue, en tiempos remotos, una inmensa bola fundida, cuya corteza, al enfriarse, se fracturó y se arrugó, como una manzana vieja. Desgraciadamente, la hipótesis tenía un grave inconveniente: si hubiera sido así, todas las montañas de la Tierra deberían tener la misma edad, algo incorrecto a todas luces. La hipótesis de Wegener proponía, en cambio, la existencia de una corteza terrestre mucho más dinámica, con los continentes en continuo movimiento, que acaban chocando, rozando y separándose, creando en el proceso profundas depresiones y elevadas montañas.

Hace ahora cien años, a finales de 1911 y principios de 1912, Wegener dio a conocer sus ideas en dos artículos, ambos titulados “El origen de los continentes”, que han pasado a la historia de la ciencia como unos de los más innovadores de todos los tiempos.

A lo largo de los años que siguieron, Wegener continuó escribiendo artículos que iban apoyando, con datos nuevos, su hipótesis. El último de ellos lo publicó en 1929, poco antes de la expedición a Groenlandia que le costaría la vida. Según él mismo, aquel artículo era el definitivo trabajo sobre el origen de los continentes y océanos.

La expedición pretendía instalar una base capaz de resistir el invierno en el centro de la capa de hielo de Groenlandia para conseguir el primer conjunto completo de datos meteorológicos de la región. Después de una serie de dificultades con los suministros, Wegener decidió hacer un arriesgado viaje hasta la costa. Abandonó la base el día de su 50 cumpleaños y murió una semana más tarde en la inmensidad helada de la tierra que lo inspiró.

Les invitamos a escuchar su biografía.


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